CRÓNICA DEL VIAJE A MARRUECOS

 

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3 de abril de 2004

1Después de un viaje nocturno largo y tedioso a lo largo de España entera en las primeras horas de un día soleado llegamos a Tarifa.

Tras pasear varias horas por este pueblo fronterizo de playas largas, y un castillo cargado de historia, y con varias horas de retraso embarcamos en un Ferry de bandera marroquí. Cubriendo unas pocas millas que separan dos continentes y surcando las aguas bravas del Atlántico, atravesamos el estrecho dejando una estela blanca y azul. A lo lejos, Tánger, puerta de Africa con su hermosa playa y los alminares de sus mezquitas.

1Al atracar el ferry la primera sensación fue volver a vivir treinta años atrás en sus gentes, en sus casas sucias, en sus coches viejos, en su policía vestida de gris. Allí esperaban nuestro guía Larvi y nuestro copiloto Hassan.

Tras pasar Tánger nos adentramos en una llanura verde y azul junto a un mar con playas y riberas suaves.

Tras varias horas de autopista, pasamos al lado de Rabat, pasando modernas urbanizaciones, campiñas verdes, niños jugando, algunos burros, pequeños rebaños de ovejas, y tierras verdes fértiles y llanas.

En la monotonía del viaje fue cayendo la tarde, tras pasar la zona más poblada y próspera de Marruecos, termina la autopista, empeora la carretera y ya de noche y cansados llegamos a Marrakech.

1La cena fue espléndida, ritmos de música en la bienvenida, platos y más platos de verduras... todo un descanso tras un largo viaje. Tras la cena en nuestro Hotel Harti, recorrimos una larga avenida moderna, con bellos jardines a los lados, luego, la vieja muralla de adobe, calles más estrechas, callejuelas, tiendas recogidas, burros y carros y al fondo las luces de la plaza Jemma el Fna, corazón de la ciudad.

Tras una noche y un sueño reparador nuestro despertar se vio acompañado de los cantos de los pájaros, de una luz tenue con calima, con unos jardines bajo la ventana, y a lo lejos las nieves coronando las montañas del Atlas.

Mañana luminosa tras un desayuno potente; después, paseo por la ciudad donde nos acompaña nuestra guía Miriam, pequeña, morena, de ojos de azabache, y mirada dulce, enamorada de su ciudad y de su cultura.

Paseamos por los jardines que rodean su mezquita mayor y el alminar de la Kutubía, hermana de la Giralda de Sevilla.

1La guía nos va contando la historia de la ciudad entre jardines. Poco más tarde visitamos el palacio de la Bahía con jardines exuberantes, fuentes de mármol blanco, azulejos andaluces, yeserías moras, artesonados de cedro, celosías de forja, patios y más patios... en una palabra lujo oriental y armonía donde olvidamos el tiempo presente y viajamos con la imaginación a través de la historia, del arte, de las bellas mujeres prisioneras de estos muros...

A la salida del palacio el sol es abrasador, y tras nuestros guías nos dirigimos a una tienda de especias, donde tras muchas explicaciones de un avispado vendedor picamos como incautos y compramos ungüentos, perfumes, potingues, aliños y demás esencias a un precio francamente abusivo.

1Con hambre y calor relacamos de nuevo en el hotel donde comemos. A la tarde, más tranquila, visitamos las tumbas de los sultanes Saadies, que tanto nos recuerdan a la Alhambra. Varias salas forman parte de este mausoleo, tumbas serenas de mármol blanco de Carrara y la maestría de los alarifes musulmanes llenan de belleza este reducto de paz y de silencio.

1Tras la visita nos adentramos en el corazón de la ciudad con un paisaje urbanos ruidoso y colorista, trajín en las calles llenas de personas, de coches viejos, de bicicletas viejas, de carros, de burros...

Poco más tarde nos adentramos en la Medina, fue como un viaje a lo largo del tiempo, callejas, callejuelas retorcidas, artesanos de todo tipo, tiendas, tenderetes; un compendio de humanidad por todos los rincones y en todas las esquinas. Oficios centenarios, pasajes lóbregos donde apenas entra la luz, una ciudad perdida en el tiempo dentro de otra ciudad.

1Salimos a la plaza Jemma el Fna, atestada de gente y en ese momento entre dos luces, la del atardecer y las luces de los puestos de comida. Todo vida, bullicio, humos de los asados de cordero, de los pinchos morunos, carros y carros repletos de naranjas, aguadores con trajes vistosos, contadores de cuentos, tatuadoras de henna, pícaros, buscones, encantadores de serpientes... Todo el olor y color de Marruecos dentro de esta plaza desde donde destaca a los lejos la silueta de la torre de piedra iluminada de la Kutubia.

1Al día siguiente, lunes, madrugar, desayunar poco, coger la mochila y por una carretera llana y con mal firme nos vamos acercando a la montaña. Tras ascender un valle angosto dejamos el autobús, los niños nos asaltan pidiendo caramelos, bolígrafos, monedas. Esta tierra es pobre. Los hombres montamos en un camión como el ganado, las chicas no tienen mejor suerte y montan en un viejo Peugeot apretujadas. Recorremos apenas una docena de kilómetros por carreteras de montaña. Llegamos a una pequeña aldea pobre, seca, austera, de gente acogedora donde negociamos el traslado en ocho mulos de nuestras mochilas. Un niño de apenas trece años, Hassan, organiza el traslado.

Nosotros con poco peso vamos ascendiendo por un valle amplio, pobre de solemnidad, sin apenas más árboles que unas desnudas nogalas al principio del camino. Atravesamos un río amplio formado por guijarros y cantos rodados arrastrados por las crecidas y los deshielos de la montaña. El lecho del río es de más de sesenta metros, el caudal apenas es el de un pequeño arroyo.

1Dejamos los últimos poblados, de color marrón y ocre, como las montañas. Desaparecen lo últimos niños y la única nota de vida pasan a ser unos rebaños de cabras muy pequeñas. El camino va ascendiendo por la vera izquierda del río, y a lo lejos empezamos a ver las primeras cumbres nevadas de la cordillera del Atlas.

Al lado de un vado nos tropezamos con un pequeño poblado de unos ocho o diez pobladores, todos jóvenes y todos hombres. Al lado de una piedra blanca de unos tres metros de diámetro hay una rústica mezquita, todo es muy pobre. Componen el poblado apenas cuatro chabolas de piedra y barro. Sus moradores nos asaltan a la venta de piedras, mantas, collares, pulseras, etc.

1Desayunamos de nuevo y seguimos ascendiendo por el margen derecho del río. Tras unas dos horas de marcha se cruza ante nosotros el primer nevero. Las mulas no pueden pasar de ahí y hemos de seguir con nuestras mochilas a la espalda hasta el refugio de Neltner que aparece ante nosotros como un castillo almenado en el centro del valle, la nieve nos rodea y a ambos lados aparecen altas cumbres.
Es pronto, apenas las dos de la tarde y la subida nos ha parecido fácil y cómoda. El tiempo pasa lentamente mientras la tarde se enfría. El refugio está a rebosar de compatriotas montañeros. Por fin hacia las seis de la tarde nos disponemos a cenar: sopa catalana y un estupendo cuscús.

1Tras la cena y aún de día, aposento en las literas donde vamos a pasar horas y horas de vigilia. Comienza la noche con buen ambiente, chistes y alegría presagian una noche en la que poco vamos a dormir. Afuera llueve.

Antes de rayar el alba nos levantamos y desayunamos el insípido desayuno del refugio (leche en polvo y cuatro galletas con mantequilla y mermelada), y tras Pachi, nuestro guía, cruzamos el río y comenzamos a ascender las primeras palas de nieve del Toubkal. La mañana es óptima para caminar, nieve dura y un poco de frío.

1El camino va ascendiendo entre la nieve por un valle amplio e inclinado, se suceden varias palas de nieve antes de llegar a una zona de piedras y de tierra. Se repiten los tonos ocres y pardos del Altas. Tras superar esta última pendiente de piedras aparece ante nuestros ojos enfrente la cima del Toubkal con su pirámide de hierro. A su lado todo un cordal de picos con más de cuatro mil metros que alterna el blanco de sus nieves con el negro color de sus cimas. Bordeamos hacia la cumbre que está frente a nosotros por un sendero bien trazado y en quince minutos coronamos. Fijamos nuestra vista sobre todas las direcciones rodeados de valles escarpados y de montañas, en la paz de la montaña, rezamos, hacemos fotos, charlamos, reímos y vamos esperando a juntarnos todos.

Tras pasar más una hora en la cumbre bajamos. El aire apenas si penetra en los pulmones. Vamos deshaciendo el camino de subida y tras más de dos horas de bajada (han sido tres a tres y media de subida) llegamos de nuevo al refugio.

1Comemos, descansamos, esperamos a los que faltan pagamos la cuenta y nos vamos.

Tras pasar el último nevero cargamos de nuevo nuestras mochilas en los mulos de Hassan y vamos bajando lentamente mirando las cumbres escarpadas, el río al fondo del barranco y las escasas sabinas que ponen un poco de verde y de vida en estas montañas de color tan triste.

Y así llegamos al poblado de salida donde ahora sí nos espera el autobús. Va bajando todo el mundo cuando comienza a llover y a toda velocidad ponemos rumbo a Marrakech.

Llegamos al hotel, nos duchamos y pulcros y aseados nos vamos a cenar a Chez Alí, un restaurante típico a las afueras de Marrakech.

1Pasamos por varios decorados de piedra y cemento antes de aposentarnos en una moderna y lujosa jaima donde cenamos sopa, tajín de carne y ciruelas, dulce postre y el típico té verde a la menta. Al ritmo de la música local van desfilando a nuestro lado grupos y grupos ataviados que cantan, bailan y tocan con esos ruidosos instrumentos que suenan como botes de hojalata.
Tras la cena bajo un cielo estrellado comienza un espectáculo de luz y sonido, desfiles, danza sensual y un poco lejos, de los siete velos y la belleza de los caballos árabes montados por jóvenes y valientes bereberes.
Con mucho sueño y cansancio llegamos al hotel donde dormimos como niños.

1Hoy miércoles ha sido un día más anodino. Durante toda la mañana por una carretera de montaña bien asfaltada hemos cruzado la cordillera del Atlas. Hemos pasado por valles estrechos, hemos ascendido un puerto donde el aire frío soplaba con fuerza, y a los lados de la carretera vendedores de piedras en cada trecho. El viaje ha sido tranquilo y sin sobresaltos, por el camino hemos ido dejando pequeños pueblos donde la pobreza y el ocio de los hombres que deambulan mirando a los viajeros es el denominador común. A medida que nos dirigimos hacia el este, tierra de bereberes, la tierra se hace más árida y seca y se oscurece el color de la piel de sus moradores.

1Por fin a la hora de la comida hemos llegado a Ait Benhadou, pequeño pueblo amurallado por adobes compuesto por una serie de pequeñas casas fuertes o Kasbas almenadas que cubren una colina bordeada por un río. Al lado de muralla el río y sus palmeras son todo un oasis de vida y de frescor en esta tierra seca. Posamos la mirada una y otra vez. Sobre la colina se alzan las ruinas de una castillo con lienzos demolidos, debajo se alzan un conjunto de casas almenadas con cuatro torres de vigilancia cada una. Sobre una de ellas se alza un nido de cigüeñas. Todo es frágil, todo es del color de la tierra, todo es adobe que se va desmoronando con la lluvia y con el tiempo. Antaño era ésta una pequeña ciudad de descanso y de refugio a las caravanas que cruzaban el desierto, hoy varias familias humildes mantienen con la ayuda de la Unesco estos restos, testigos de un pasado guerrero.

Una familia nos invita a visitar su casa, casa humilde y gente hospitalaria donde tomamos un té en una sala llena de alfombras y cojines. Un puñado de gallinas, varias vacas y dos burros son toda su hacienda. A la vuelta los vendedores de quincalla nos asaltan sin piedad. Volvemos a cruzar el río y posamos nuestra última mirada sobre la Kasba que parece más triste sin nosotros.

Ponemos rumbos a Quarzazate, allí llegamos a un bello hotel, el Riad Salam (jardines de la paz) que hace honor a su nombre. Patios de palmeras, de jardines, de fuentes, pequeñas construcciones del color de la tierra del lugar, y almenadas como si de una Kasba en un oasis se tratara. Tenemos dos piscinas y ante todo el día sentados optamos por darnos un baño; la entrada nos sorprende y tiritamos: el agua está muy fría.
Cenamos divinamente: platos y más platos de verduras, ricos pastelitos y dulces naranjas.

Tras la cena, botellón. En un patio hermoso, amplio, con una fuente de mármol blanco y agua cantarina, una piscina iluminada, palmeras, naranjos, jazmines, buganvillas. Ambiente de calma, de sosiego de conversación animada, corrillos alegres de nuestra gente. Pasan las horas y a las doce nos reprenden. Es hora de dormir.

1Amanecemos una vez más con sueño, despertados por el canto de los gallos y de los mirlos, y tras un excelente desayuno, al autobús. Salimos de Quarzazate dejando a la derecha una hermosa Kasba que fue el palacio del pachá de Marrakech, que desgraciadamente no podemos ni fotografiar. Iniciamos el camino hacia el desierto por la ruta de las caravanas, también conocida como la ruta de las mil y una Kasbas. El camino está poblado de estas célebres construcciones que antaño sirvieron a los mercaderes de descanso, de refugio y de defensa, hoy en día poco a poco estas kasbas de adobe se van desmoronando.

El terreno se hace cada vez más seco y más pobre, tan sólo queda vida en los cauces de los ríos, el color de la piel de los nativos se oscurece, muchos son descendientes de antiguos esclavos negros. A ambos lados de la carretera avanza esta llanura seca, parda, sin vida apenas. Cada pequeño poblado tiene sus kasbas, unas en pie y otras en franco deterioro, la población es escasa y dispersa y a la vera de un valle observamos que la fuente de riqueza del lugar es el cultivo de las rosas. Unas rosas pequeñas y olorosas (que recogen las mujeres) donde extraen fragancias y esencias limpias y profundas.

1Poco después nos desviamos unos kilómetros de la ruta y paramos en un rellano de la carretera donde hay un camello y varios niños pedigüeños que nos asaltan sin tregua. A nuestros pies el rio Todra tiñe de verde su ribera, escoltado por palmeras, a los lados tonos secos nos muestran la inexistencia de vida más allá de las riberas de este río.

A mediodía llegamos a las gargantas del Todra, allí recorremos a pie y contemplamos unos acantilados verticales, como cortados a pico de más de trescientos metros de altura donde escalan varios escaladores europeos. El sol aprieta con fuerza, allí paseamos, observamos y comemos.

Tras comer ponemos rumbo al desierto de Bedi, paramos el autobús junto a un bello hotel amplio de estilo morisco y colonial donde nos esperan una decena de Land Rover blancos que nos conducen al desierto.

1El cielo está gris y plomizo, queremos los últimos rayos de sol en el atardecer del desierto. Las nubes cubren todo el cielo y amenazan lluvia. Montamos en los todo-terreno y se inicia una carrera peculiar todos fuera de pista por una llanura sin vida como si de una competición se tratara.

Al poco de la salida nos sorprende una tormenta de arena, no se ve nada, parece niebla y el polvo fino del desierto nos llega a los pulmones.

Paramos en una jaima, una sencilla tienda de tela marrón tejida con pelo de cabra y de camello que protege a sus moradores del ardiente sol del día y del intenso frío de la noche. Una familia vive pobremente en esta tienda, hay varios niños, su madre, un par de gallinas, trastos viejos, y poco más.

Proseguimos y llegamos a un vivac formado por una docena de jaimas. Muy cerca hay una multitud de dunas de fina arena. El cielo está gris, y cubierto de nubes: no vamos a ver las luces del atardecer y los colores del sol y de la tierra al final del día en el horizonte.

1Paseamos sobre pequeñas dunas mientras oscurece lentamente y cenamos todos dignamente en una jaima.
Tras la cena, animada conversación con un joven bereber, filósofo del desierto que con agudeza, en un perfecto castellano nos enseña sus vivencias, sus saberes, su ironía ante las situaciones de la vida.

Después, en la oscuridad de la noche, donde asomaban tímidamente media docena de estrellas por encima de la calima, paseamos por las dunas, charlamos y reímos con nuestro amigo bereber.
Tarde, muy tarde nos acostamos.

A las cinco en punto de la mañana, todavía en noche cerrada, estamos ya en pie y nos dirigimos hacia la gran duna a observar la salida del sol.

1Nos hemos desperezado con mucho sueño, hemos formado una larga caravana tras dos niños de poco más de diez años y vamos sorteando pequeñas dunas hacia la gran duna de unos trescientos metros de altura. Los niños aprietan su paso y con mucho esfuerzo y sofoco llegamos a la cumbre de la gran duna, donde nos sentamos en hilera. El sol tarda todavía unos minutos en salir tras una nube. Con una enorme calma llegan las primeras luces, poco a poco se pasa el sol entre las nubes y aparece majestuoso dorando las arenas de las dunas, con un silencio solemne y absortos contemplamos el nacer de un nuevo día. Más tarde caminamos por la cresta de las grandes dunas, sintiendo en los pies descalzos el frío de la arena y disfrutando de este momento mágico.

Volvemos tras varias horas a la jaima, desayunamos, montamos en los todo-terrenos que a un ritmo acelerado nos conducen al autobús.

Reanudamos todos la marcha con gran calma interior y mucho sueño.
Nos espera una jornada dura, por un terreno inhóspito, pobre, abandonado, con poca población y carreteras sinuosas. Lo más destacado es la presencia de varias guarniciones militares en esta tierra fronteriza con Argelia y muy cerca del Sahara.

Hacemos muchos kilómetros este día por paisajes duros. Paramos a comer en un gran pueblo donde todo el mundo nos ofrece fósiles y minerales. Es la única población importante en el trayecto y sus edificios muestran que fue un importante centro de operaciones durante la colonización francesa.

Tras la comida nos dirigimos a Fez. Llegamos ya de noche y nos hospedamos en un hotel de aspecto decadente, a las puertas de la Medina, el hotel Batba, con un precioso patio interior al aire libre con fuente de mármol sobre un lecho de azulejos.

Cenamos con más mesura que en hoteles anteriores; aquí no hay elecciones: sopa, tajín y postre, todo muy digno, pero escaso a nuestro hambre.

Tras la cena seguimos a Larvi, nuestro guía, que nos pierde y que nos cansa paseando por la zona moderna de Fez.

Con el nuevo día desayunamos sin buffet en el hotel y a la salida conocemos a nuestro guía, Mohamed, de piel oscura, elegante chilaba clara, culto y educado que con sapiencia y con orgullo nos va a mostrar su ciudad.

1Subimos al autobús y vamos viendo la ciudad desde la altura de los cerros que la rodean. Abajo Fez aparece como una vieja ciudad medieval aprisionada dentro de sus antiguas murallas, alminares, mezquitas con tejados verdes y una multitud de casas bajas, apiñadas. Contemplamos desde lo alto esta ciudad santa del Islam que permanece apenas sin cambios a los lardo de los siglos. Fuera de las murallas se extienden varios cementerios musulmanes ocupando las laderas donde destacan los monumentos de los morabitos.

1Bajamos del autobús y entramos en la Medina más grande de una ciudad musulmana. Las calles son estrechas y todas las mercancías son transportadas por burros. La vida parece detenida, las casas, son pobres, antiguas, las calles tortuosas, laberínticas. Recorremos varios gremios antiguos, primero un patio donde recogen la lana sucia, más tarde entramos en un patio de tejedores, donde tras los telares de mano de madera recordamos nuestro origen fabril y tejedor. Toda una lección de nostalgia y de recuerdos.

1Después sobre la terraza de una tienda de cueros, vemos el duro y asqueroso oficio de los curtidores. Con un hedor insoportable y bajo un sol de justicia contemplamos decenas de cubetas unas con cal para quemar los restos de carne, otras llenas de tintes de múltiples colores donde los hombres casi desnudos se afanan por curtir la piel.

Vemos más tarde el patio amplio y soleado de una antigua posada, con los balcones llenos de alfombras de vivos colores.

Entramos poco después en el patio de un viejo palacio reconvertido en tienda de alfombras, nos invitan a un té y sentados descansamos a la sombra. Nos muestran alfombras y kilims, pero tras el timo de la farmacia no compra nadie nada.

Seguimos caminado por callejuelas, donde apenas podemos detenernos porque tan sólo puede pasar una persona de una en una. Todo está lleno de tiendas, de artesanos, de historia... Pasamos por muchas mezquitas y madrasas de bellas portadas, patios claros y tejados de cedro, cuya entrada nos prohíben.

Fez es la ciudad de la fé, del Islam impasible ante los tiempos. Aquí se fundó la primera Universidad del mundo, asilo de andaluces españoles, ciudad que no cambia con el paso de los siglos.

Tras comer vemos por afuera el impresionante palacio real, con altas murallas de piedra que apenas ocultan los jardines de palmeras altas, que ocupa ochenta campos de fútbol, y sus siete puertas doradas, desde donde montamos de nuevo en el autobús y ...a viajar.

Al salir de Fez el tiempo cambia, se hace más frío, vamos circulando ahora por paisajes verdes, en las montañas del Atlas Superior. Aquí se ve más vida que en días anteriores, al principio colinas verdes, luego bosques de cedros con algunos monos.

1Llegamos a Azrou, o la Suiza del Sur, con sus tejados inclinados. Parece en todo un pueblo alpino por sus casas, sus jardines verdes y floridos, y sus fuentes. Llueve como en Francia, los rostros son más claros, los coches son de lujo, las casas son espléndidas, y...no se ven burros.

Seguimos nuestro camino hasta Xauen. Malas carreteras donde cabecea el autobús, poco tráfico, paisaje verde. Dejamos el Atlas y entramos las montañas del Rif.

Llegamos ya de noche a Xauen, ya no llueve, hace frio y cenamos en el hotel Asma.

1Bajo un cielo raso cubierto de brillantes estrellas bajamos por un sendero hacia el pueblo, auténtico pueblo blanco andaluz, refugio de los moriscos granadinos. Cerrado por murallas, con casas blancas y azules cubriendo una ladera soleada. Ciudad guerrera que fue tiene en la plaza su Alcazaba, varias mezquitas centenarias con esbeltos alminares, y un sin fin de tiendas en cada esquina, en cada puerta. Recorremos las calles blancas y empinadas, y casi nos sentimos como en casa. Hacemos las últimas compras. A las doce nos vamos reuniendo todos en la plaza, y salimos por una puerta de la muralla. Con el frío de la noche y bajo el cielo sembrado de estrellas ascendemos un último paseo por el sendero hacia nuestro hotel donde dormimos nuestra última noche africana.

A la mañana siguiente madrugamos a las seis y circulamos por las curvadas carreteras del Rif hacia la costa.
Pasamos Tetuán, vieja plaza fuerte española, próspera y blanca, cerca ya del mar.

La luz del cielo, fuerte, transparente, blanca y las primeras urbanizaciones de pudientes propietarios nos descubren el mar Mediterráneo. Al poco trecho, Ceuta nos sorprende fuerte y orgullosa sobre Africa.

Pasamos lo últimos puestos fronterizos y entramos en nuestra tierra, tierra africana, amurallada donde sobre un baluarte vemos ondear nuestra bandera.

E H A